Santa Lucía de Siracusa…y de Las Matas de Farfán

Joel Andrés Ramírez pinta un contexto político, social y religioso de la virgen y mártir, patrona religiosa de un pueblo dominicano

Foto cortesía de Joel Andrés Ramírez

Foto cortesía de Joel Andrés Ramírez

 

El 13 de Diciembre de cada año, el mundo cristiano rememora el martirio y ascensión al cielo de una joven llamada Lucía, la cual defendió hasta su muerte física su fe en Cristo.

En Las Matas de Farfán, una pequeña ciudad del Sur Profundo de la República Dominicana, hay una iglesia que lleva su nombre. Ella es la Patrona Religiosa de ese pueblo fundado en el 1780. 

Es mi pueblo. 

Desde el 1 al 13 de diciembre de cada año, celebramos Las Fiestas Patronales en Las Matas de Farfán, con actividades religiosas, culturales y artísticas en honor a nuestra querida Santa Lucía.

A veces me pregunto: ¿Sabe realmente mi gente el contexto político, social y religioso que arropó el martirio de Lucía?

 
 

Preparando moradas

Al Jesús marcharse "a preparar moradas" para quienes en Él creían, los discípulos tomaron muy en serio su última Gran Comisión: "Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura" (Marcos 16:15). 

Sin embargo, la gran parte del mundo entonces conocido se resumía en una palabra: Roma.

Roma era el imperio que, desde antes de nacer Jesús, gobernaba vastos territorios, entre ellos la provincia de Judea. Para crucificar a Jesús, el gobernador provincial Poncio Pilato tuvo que ser consultado. 

En aquel tiempo, decenas se autodenominaban Mesías. Los judíos esperaban un libertador que a espada y fuego les liberara de los romanos. Y los romanos estaban muy atentos a cualquier "alborotador" que arengara las masas. Se burlaron de Jesús en la cruz, porque evidentemente no era el guerrero esperado.

Sin embargo, el profeta Isaías había señalado casi mil años antes: "Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores. Y como escondimos de él el rostro, fue menospreciado y no le estimamos...El castigo de nuestra paz, fue sobre él” (Isaías 53:3,5).

Por eso gritaba Jesús en la cruz, "Padre perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lucas 23:34). Compraba la paz de la humanidad pagando el castigo de todos. "Molido por nuestros pecados," Jehová hecho hombre cargaba "en él, el pecado de todos nosotros" (Isaías 53:5, 6).

¡Aleluya!

Mientras Jehová liberaba su Pueblo de sus pecados, tanto ellos como sus opresores tenían la vista fija en lo material—en el poder político y militar, en las riquezas, en el ego y el orgullo.

 

Bajo estas circunstancias salieron los discípulos a predicar hacia Roma, señalados como los seguidores del “alborotador” que quiso y no pudo destruir el imperio.

Las órdenes de evitar la multiplicación de esta gente no se hicieron esperar. La misma biblia cuenta de un romano llamado Saulo quien perseguía a los cristianos como oficio y placer. Sin embargo, las comunidades cristianas seguían creciendo, y el mensaje cristiano era sencillamente más poderoso que todas las fuerzas mundanales. 

"Dios es amor," decía el discípulo Juan, quien había recibido del mismo Cristo los más profundos detalles teológicos y ahora prefería morir que perder su espacio en el cielo (1 Juan 4:7,8,16).

En un mundo de maldad y venganza, Dios es amor y Jesús es perdón. 

Cristo resucitó y le vieron ascender al cielo gritándoles que regresaría a llevar a sus testigos a un nuevo mundo, donde no habría más muerte, dolor ni maldad. Y donde el mismo Dios secaría toda lágrima.

 
 

La Gran Persecución

Cada emperador fue aumentando la presión contra los cristianos de las maneras más atroces y ejemplares. Eran lanzados a los leones, ejecutados, quemados, usados como antorchas para iluminar las ciudades, fritos, crucificados, decapitados...

Pero eran persecuciones circunstanciales. Cada vez que el Estado tenía problemas, se divertía a las masas matando cristianos. Las comunidades cristianas eran fieles al concepto de no resistencia enarbolado por Jesús y al del perdón. Era demasiado fácil arrasar con miles de cristianos en unos pocos días.

El punto más álgido en la persecución contra los cristianos, fue el periodo comprendido entre el año 303 y 313 llamado "La Gran Persecución." 

El Emperador Diocleciano y sus coemperadores habían visitado el Oráculo de Apolo para saber por qué los sacerdotes no podían descifrar las vísceras de los animales sacrificados. Los oráculos eran jóvenes vírgenes sacerdotisas las cuales eran llevadas a estado de trance y así creían en ese tiempo que los dioses respondían a través de ellas.

El oráculo, según testificó un mensajero, culpó a "los justos en la tierra" por los poderes debilitados de los sacerdotes. Era un cargo muy serio: Roma venía de salvarse por muy poco de implosionar, y bajo Diocleciano, había vuelto a emerger como un Estado mejor organizado y burocrático. Era la primera vez que un César debió negociar con tres aspirantes al trono más, salvando a Roma de la destrucción pero con la sensación eterna de que el enemigo estaba dentro, era desconocido y volvería a atacar.

Mientras aún discutían en la corte si "los justos" eran los cristianos, un fuego incendió la ciudad y no había tiempo de meditar más. Diocleciano inició la más espantosa y cruel persecución de la historia contra una minoría religiosa. Ser cristiano era sinónimo de muerte horrorosa inmediata y tortura pública ejemplar.

Bajo esa circunstancia vivía la joven llamada Lucía, nacida en Siracusa, que hoy es una ciudad histórica en la isla italiana de Sicilia.

 

Santa Lucía de Siracusa

En ese entonces, Siracusa era el centro cultural de la Antigua Grecia—el corazón del imperio romano. 

Lucía vivía con su madre enferma. Esta sufría morir sin dejar quién cuidara de su hija, y la comprometió con un joven bastante acomodado, pero no era cristiano.

El padre de Lucía era cristiano y la había criado en esos valores. No sabemos exactamente cómo murió él, pero sí sabemos que Lucía había hecho un voto de servicio eterno a Jesucristo y había decidido compartir sus bienes y su vida con los más pobres, los enfermos, las viudas y los huérfanos. Sin embargo, casarse con un pagano no le permitiría servir como ella quería.

En ese tiempo, las comunidades de cristianos necesitaban solidaridad, y ella les entregó su vida.

Así que hizo un trato con su madre: iría a orar a la tumba de Águeda de Catania, y si volvía sana, le permitiría quedarse virgen.

Águeda de Catania había sufrido la muerte más horrible que ojos pudieran ver: fue torturada de mil maneras y al final revolcada en carbones ardientes hasta morir. Pero en vez de un grito de dolor, lanzó un grito de alegría al culminar su paso por el mundo. Como había visto Esteban, unos de los primeros mártires del cristianismo, Águeda vio el cielo abierto y a Jesucristo sosteniendo la Corona de la Vida.

Águeda también murió defendiendo su castidad. Por lo que, mientras la madre de Lucía fue a la tumba, su hija tuvo la fe de que su madre volvería sana y Lucía ya no tendría que casarse. En efecto, así sucedió.

Da la casualidad de que Lucía tenía una belleza excepcional. Y los ojos más hermosos del mundo. Muchos pretendientes, y la ciudad entera, se enamoraron de su fama como misionera de la caridad y del servicio. Quería vender todo lo que le tocara y darlo a los pobres. Su fe era muy seria.

Pero el novio despechado la amenazó con denunciarla como cristiana—y fue el principio del fin.

El procónsul Pascasio ordenó el arresto de Lucía y le dio la oportunidad de salvar su vida si ofrecía sacrificios a los dioses.

Según relata el Diccionario de los santos (Vol. II), Lucía le contestó: "Sacrificio puro delante de Dios es visitar a las viudas, los huérfanos y los peregrinos que pagan en la angustia y en la necesidad, y ya es el tercer año que me ofrecen sacrificios a Dios en Jesucristo entregando todos mis bienes."

La respuesta pública fue demasiado dura. Pascasio la amenazó que sería llevada a un prostíbulo para ser violada hasta que "el Espíritu Santo la abandone."

Era la puñalada más grande y trapera que nunca imaginó vivir Lucía. Sus bellos ojos ahora estaban llenos de lágrimas y su garganta anudada. Pidió a su Señor Jesucristo en sus adentros. 

La hora había llegado.

"El cuerpo solo queda contaminado si el alma consiente."

Sus palabras ya no salían de ella sino de la divinidad. Ahora eran teología profunda que acompañaría la Iglesia por los siglos. Tampoco sus fuerzas ya no provenían del cuerpo. El Espíritu Santo había descendido sobre ella, y los próximos eventos serían decisivos en las decisiones mundiales de esos próximos años.

Le dijo al procónsul: "Es inútil que insista. Jamás podrá apartarme del amor a mi Señor Jesucristo". 

"Y si la sometemos a torturas, ¿será capaz de resistir?"

"Sí, porque los que creemos en Cristo y tratamos de llevar una vida pura tenemos al Espíritu Santo que vive en nosotros y nos da fuerza, inteligencia y valor."

Entonces ordenaron atarla de manos y pies y llevarla al prostíbulo. Le ataron, pero ni todos los soldados pudieron mover su cuerpo. Como fuego, los ojos de Lucía quemaban la conciencia de sus verdugos. Anunciaba el evangelio de Cristo sin parar. Y les pedía arrepentirse y convertirse.

Entonces fue bañada en aceite hirviendo, lo cual no la detuvo: "Diocleciano va a caer, usted también. Jesús va a ser predicado en todo el mundo y yo seré su testigo", le dijo a Pascasio, mirándole fijo. 

Sus ojos fueron arrancados y su garganta cortada. 

Un par de ojos aún más hermosos le fueron puestos por Dios.  

Seguía predicando, incluso cuando su cabeza rodó por los suelos, hasta que la multitud gritó, "¡Amén!"

 
 

Roma no pudo digerir el asesinato de Lucía. Aún más grave, el temor invadía a todo el que escuchaba la historia. Dos años después, Diocleciano abdicó y en su lugar fue proclamado Constantino El Grande, quien siete años después proclamó el Edicto de Milán, declarando la libertad religiosa en toda Roma:

"Habiendo advertido hace ya mucho tiempo que no debe ser cohibida la libertad de religión, sino que ha de permitirse al arbitrio y libertad de cada cual se ejercite en las cosas divinas conforme al parecer de su alma, hemos sancionado que, tanto todos los demás, cuanto los cristianos, conserven la fe y observancia de su secta y religión...que a los cristianos y a todos los demás se conceda libre facultad de seguir la religión que a bien tengan; a fin de que quienquiera que fuere el numen divino y celestial pueda ser propicio a nosotros y a todos los que viven bajo nuestro imperio. Así, pues, hemos promulgado con saludable y rectísimo criterio esta nuestra voluntad, para que a ninguno se niegue en absoluto la licencia de seguir o elegir la observancia y religión cristiana. Antes bien sea lícito a cada uno dedicar su alma a aquella religión que estimare convenirle."

Ahora los cristianos saldrían de las catacumbas y los bosques. 

Un santuario fue levantado en honor a la Santa Lucía en el sitio donde cayó su cabeza clamante.

Una inscripción en la puerta rezaba: "consagraste tu virginidad con el martirio, pues a Dios agrada tu pureza y santidad.”

Lucía de Siracusa había vencido.

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